Jorge Luis Borges (en El tamaño de mi esperanza)
Primera edición: Editorial Proa, Buenos Aires, 1926.
Edición actual: Seix Barral, Buenos Aires, 1993.
El valor o la simulación del valor era una felicidad y Ño Moreira (orillero de Matanzas ascendido por Eduardo Gutiérrez a semidiós) era todavía el Luis Ángel Firpo que los guarangos invocaban. Evaristo Carriego (el entrerriano evidente que indiqué al principio de estos renglones) miró para siempre esas cosas y las enunció en versos que son el alma de nuestra alma.
Tanto es así que las palabras arrabal y Carriego son ya sinónimos de una misma visión. Visión perfeccionada por la muerte y la reverencia, pues el fallecimiento de quien la causó le añade piedad y con firmeza definitiva la ata al pasado. Los modestos veintinueve años y el morir tempranero que fueron suyos prestigian ese ambiente patético, propio de su labor. A él mismo le han investido de mansedumbre y así en la fabulización de José Gabriel hay un Carriego apocadísimo y Casi mujerengo que no es, ciertamente el gran alacrán y permanente conversador que conocí en mi infancia, en los domingos de la calle Serrano.
Sus versos han sido justipreciados por todos. Quiero enfatizar, sin embargo, que pese a mucha notoria y torpe sensiblería, tienen afinaciones de ternura, inteligencias y perspicacias de la ternura, tan veraces como ésta:
Y cuando no estén ¿durante cuánto tiempo aún se oirá su voz querida en la casa desierta?
Cómo serán
en el recuerdo las caras que ya no veremos más?
Quiero elogiar enteramente también su prosopopeya al organito, composición que Oyuela considera su mejor página, y que yo juzgo hecha de perfección.
El ciego te espera
las más de las noches sentado
a la puerta. Calla y escucha. Borrosas memorias de cosas lejanas
evoca en silencio, de cosas
de cuando sus ojos tenían mañanas,
de cuando era joven la novia ¡quién sabe!
El alma de la estrofa trascrita no está en el renglón final; está en el penúltimo, y sospecho que Carriego la ubicó allí para no ser enfático. En otra composición anterior intitulada El alma del suburbio ya había esquiciado el mismo sujeto, y es hermoso comparar su traza primeriza (cuadro realista hecho de observaciones minúsculas) con la definitiva, grave y enternecida fiesta donde convoca los símbolos predilectos de su arte: la costurerita que dio aquel mal paso, la luna, el ciego.
Son todos ellos símbolos tristes. Son desanimadores del vivir y no alentadores. Hoy es costumbre suponer que la inapetencia vital y la acobardada queja tristona son lo esencial arrabalero. Yo creo que no. No bastan algunos desperezos de bandoneón para convencerme, ni alguna cuita acanallada de malevos sentimentales y de prostitutas más o menos arrepentidas. Una cosa es el tango actual, hecho a fuerza de pintoresquismo y de trabajosa jerga lunfarda, y otra fueron los tangos viejos, hechos de puro descaro, de pura sinvergiencería, de pura felicidad del valor. Aquéllos fueron la voz genuina del compadrito: éstos (música y letra) son la ficción de los incrédulos de la compadrada, de los que la causalizan y desengañan. Los tangos primordiales: El caburé, El cuzquito, El flete, El apache argentino, Una noche de garufa y Hotel Victoria aún atestiguan la valentía chocarrera del arrabal. Letra y música se ayudaban. Del tango Don Juan, el taita del barrio recuerdo estos versos malos y bravucones:
En el tango soy tan taura que cuando hago un doble corte, corre la voz por el Norte si es que me encuentro en el Sur.
Pero son viejos y hoy solamente buscamos en el arrabal un repertorio de fracasos. Es evidente que Evaristo Carriego parece algo culpable de esa lobreguez de nuestra visión. Él, más que nadie, ha entenebrecido los claros colores de las afueras; él tiene la inocente culpa de que, en los tangos, las chirucitas vayan unánimes al hospital y los compadres sean desvencijados por la morfina. En ese sentido, su labor es antitética de la de Álvarez, que fue entrerriano y supo aporteñarse como él. Hemos de confesar, sin embargo, que la visión de Álvarez tiene escasa o ninguna importancia lírica y que la de Carriego es avasalladora. Él ha llenado de piedad nuestros ojos y es notorio que la piedad necesita de miserias y de flaquezas para condolerse de ellas después. Por eso, hemos de perdonarle que ninguna de las chicas que hay en su libro consiga novio. Si lo dispuso así fue para quererlas mejor y para divulgar su corazón hecho lástima sobre su pena.
Este brevísimo discurso sobre Carriego tiene su contraseña y he de reincidir en él algún día, solamente para ensalzarlo. Sospecho que Carriego ya está en el cielo (en algún cielo palermense, sin duda el mismo donde se los llevaron a los Portones) y que el judío Enrique Heine irá a visitarlo y ya se tutearán.

No hay comentarios:
Publicar un comentario