"Poco se habla de esa herida que los amantes intentan reparar imaginariamente en la pasión. Amor fusional mediante el cual la pasión produce el desplazamiento hacia otra escena, una especie de revolución. Ya no se trata del juramento de la maternidad "serás como yo, y no te abandonaré", sino "serás mío, nunca serás suficientemente mío, tú eres yo". El amante pasa a ser el hijo (pero en este carácter es también el padre y el hermano, ocupando sucesivamente todos los lugares), y en esa condición cura en su amante a la pequeña hija no amada, no reconocida por la madre. El amante restaura, en el sentido propio del término, lo que no fue visto, tocado, acariciado, envuelto primitivamente en ella. Eso que en el cuerpo mismo quedó desheredado. Esta es la razón por la que a menudo el amante viene a rivalizar con los hijos de la mujer. Porque un hijo quiere reparar a su madre por lo que la había herido en su infancia. Lo cual muchas veces resulta muy pesado de llevar, sobre todo si la herida de la madre es cuidadosamente camuflada o portada como una vergüenza, pues entonces esta madre reprochará al niño por haber hecho resurgir esa parte de ella misma que hubiese preferido olvidar o rechazar por completo. El amante viene también él a conectarse con una parte secreta del sí mismo amado, vulnerable, oculto. La sexualidad que entonces se descubre refleja ese cuerpo rendido a sí mismo en la reparación de una herida antigua. Este "retorno a sí mismo" es al mismo tiempo un descubrimiento prodigioso, una apertura a la alteridad que el amor ha hecho posible. Cuando hay una alteridad...
Ana Karenina se arroja bajo las ruedas de un tren carguero. (...) La pasión condujo a los amantes al inevitable desenlace."
En El salvajismo materno (2021), editado por Nocturna editora (Bs As, 2024)
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