Creo que hay una confusión —muy extendida incluso en las escuelas de cine— entre argumento y película. Y la película es otra cosa: es una experiencia de dos horas donde se mueve el sonido, donde el plano crea profundidad y el sonido una especie de envoltorio. Eso hace que la linealidad del tiempo no funcione exactamente como en la vida. Los elementos para construir tensión en una película son infinitos. Tenemos tantas codificaciones sobre el espacio, sobre el sonido… que con sólo jugar con esas expectativas, ya podés generar una atención genuina.
La atención, a fin de cuentas, es una traición a la expectativa: uno espera algo, no sucede, se aplaza, y así se mantiene viva. Esa tensión se puede construir sin recurrir jamás a lo argumental.
Eso me gusta: cuando alguien no está domesticado por el sistema.
El deseo es desordenado. No se rige por la ley. La ley reprime, prohíbe, pero no impide que suceda. El abuso es otra cosa: es una relación de poder.
Todo ocurre tan rápido que ya no se puede sostener ni una mentira. Una noticia falsa aparece, explota, es desmentida… y nadie alcanza a entender nada. El antídoto aparece más rápido que el veneno. Estamos en una vorágine que nos sobrepasa. Tal vez haya generaciones que nazcan acostumbradas, pero nosotros estamos pasmados.
Escribimos a máquina, usamos teléfonos a disco, rebobinamos cassettes con un esfero. Y ahora todo es invisible, intangible, incomprensible. Pero lo que más me preocupa es que hemos perdido la materialidad. La tecnología dejó de ser evidente. Y eso nos volvió ingenuos. Y vulnerables.
El arte es un oráculo. No da respuestas, pero permite formular las preguntas. Y este es un momento crucial para eso. Para pensar, para hacer cine, para reflexionar. Las plataformas no están entendiendo el momento que vivimos. Están obnubiladas por el negocio. Pero algo está pasando. Y el arte puede ser esa grieta por la que entre un poco de luz.
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