Los perdedores caen en la lona - Carlos Martínez Rivas




Ser el ganador es una vulgaridad.



Yo, personalmente, me sentiría abochornado

si me levantaran el brazo ante la multitud

en el cuadrilátero bajo una luz de oprobio.



¿Por qué?

¿Porque derribé a un luchador solitario

que ni siquiera combate conmigo

sino consigo

y a lo mejor era mejor que yo?

¿Por qué no le levantan el brazo también

al que está en la lona caído

si peleó lo mismo?



Gene Tunney era mejor que Dempsey.

No un bruto. Un científico. Un poeta

que escribe en su Autobiografía, ARMS FOR LIVING:

“Allí estás solo.

No hay amigos allí. Te la juegas sin nadie.

No hay partidarios excepto tus brazos”.



El perdedor estudió su técnica en anteriores

combates. La suya y la del adversario.

Las comparó en rollos de películas proyectadas

en el comedor, después de la cena, con sus hijos.

Niños de ardientes pómulos confiados en su fuerza.



Seguros de la victoria del padre.



Pero tal vez el perdedor estaba

perdidamente enamorado de su esposa

y roto por el insomnio. Como Jack Brennan.

—Sí. Como Jack Brennan.



Y durmió mal la víspera del encuentro.

No le respondieron los reflejos.

Se le agarrotaron los tendones del muslo.

Demasiado clinch.

Deficiente trabajo de piernas y juego de cintura

frente al otro: sereno, manteniendo

la guardia ortodoxa sobre la pierna izquierda

hasta el gancho mortífero,

como el gesto del embozado en el cartón de Goya.



El sudor del esfuerzo espaldar.

El tallado torso refulgente como diamante.

Un prisma proyectando un espectro de brazos

como luz en haces.



Pero nadie sabe que uno piensa cuando boxea.

Piensa en una caja de música de niños

y una esposa en trámites de divorcio.

Sentada Dios sabe dónde.

Dos ojos neutros en trámite de divorcio.



Ganar: vergüenza profesional.

Perder: destino sin concesiones.

Si todos somos, nadie es más grande.

Si la victoria de uno es la derrota de otro,

toda victoria es, en algún lugar,

un fraude.









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