Palo Santo - Martina Benitez Vibart



Cada tanto me llega
un aroma de al lado.

Vuelve unos días después
y espero que siga sucediendo
con el pasar de las estaciones.

Sólo siento su perfume
cuando lo encienden los vecinos
en un barrio
donde hay silencio.



Este poema forma parte de Sismo, mi primer libro de poemas.



El Ave Fénix - Hans Christian Andersen (1805-1875)


El Ave Fénix
Por Hans Christian Andersen

En el jardín del Paraíso, bajo el árbol de la sabiduría, crecía un rosal. En su primera rosa nació un pájaro; su vuelo era como un rayo de luz, magníficos sus colores, arrobador su canto.
Pero cuando Eva cogió el fruto de la ciencia del bien y del mal, y cuando ella y Adán fueron arrojados del Paraíso, de la flamígera espada del ángel cayó una chispa en el nido del pájaro y le prendió fuego. El animalito murió abrasado, pero del rojo huevo salió volando otra ave, única y siempre la misma: el Ave Fénix. Cuenta la leyenda que anida en Arabia, y que cada cien años se da la muerte abrasándose en su propio nido; y que del rojo huevo sale una nueva ave Fénix, la única en el mundo.
El pájaro vuela en torno a nosotros, rauda como la luz, espléndida de colores, magnífica en su canto. Cuando la madre está sentada junto a la cuna del hijo, el ave se acerca a la almohada y, desplegando las alas, traza una aureola alrededor de la cabeza del niño. Vuela por el sobrio y humilde aposento, y hay resplandor de sol en él, y sobre la pobre cómoda exhalan, su perfume unas violetas.
Pero el Ave Fénix no es sólo el ave de Arabia; aletea también a los resplandores de la aurora boreal sobre las heladas llanuras de Laponia, y salta entre las flores amarillas durante el breve verano de Groenlandia. Bajo las rocas cupríferas de Falun, en las minas de carbón de Inglaterra, vuela como polilla espolvoreada sobre el devocionario en las manos del piadoso trabajador. En la hoja de loto se desliza por las aguas sagradas del Ganges, y los ojos de la doncella hindú se iluminan al verla.
¡Ave Fénix! ¿No la conoces? ¿El ave del Paraíso, el cisne santo de la canción? Iba en el carro de Thespis en forma de cuervo parlanchín, agitando las alas pintadas de negro; el arpa del cantor de Islandia era pulsada por el rojo pico sonoro del cisne; posada sobre el hombro de Shakespeare, adoptaba la figura del cuervo de Odin y le susurraba al oído: ¡Inmortalidad! Cuando la fiesta de los cantores, revoloteaba en la sala del concurso de la Wartburg.
¡Ave Fénix! ¿No la conoces? Te cantó la Marsellesa, y tú besaste la pluma que se desprendió de su ala; vino en todo el esplendor paradisíaco, y tú le volviste tal vez la espalda para contemplar el gorrión que tenía espuma dorada en las alas.
¡El Ave del Paraíso! Rejuvenecida cada siglo, nacida entre las llamas, entre las llamas muertas; tu imagen, enmarcada en oro, cuelga en las salas de los ricos; tú misma vuelas con frecuencia a la ventura, solitaria, hecha sólo leyenda: el Ave Fénix de Arabia.
En el jardín del Paraíso, cuando naciste en el seno de la primera rosa bajo el árbol de la sabiduría, Dios te besó y te dio tu nombre verdadero: ¡poesía!



Hans Christian Andersen (Odense, Dinamarca, 2 de abril de 1805 – Copenhague, Dinamarca, 4 de agosto de 1875) fue un escritor y poetadanés, famoso por sus cuentos para niños, entre ellos El patito feo o La sirenita.


"Rayuela" y Mandala - Julio Cortázar (1914-1984)


"¿Por qué escribo esto? No tengo ideas claras, ni siquiera tengo ideas. Hay jirones, impulsos, bloques, y todo busca una forma, entonces entra en juego el ritmo y yo escribo dentro de este ritmo, escribo por él, movido por él y no por eso que llaman el pensamiento y que hace la prosa literaria u otra. Hay primero una situación confusa, que sólo puede definirse en la palabra; de esa penumbra parto, y si lo que quiero decir (si lo que quiere decirse) tiene suficiente fuerza, inmediatamente se inicia el swing, un balanceo rítmico que me saca a la superficie, lo ilumina todo, conjuga esa materia confusa y el que la padece en una tercera instancia clara y como fatal: la frase, el párrafo, la página, el capítulo, el libro. Ese balanceo, ese swing en el que se va informando la materia confusa, es para mí la única certidumbre de su necesidad, porque apenas cesa comprendo que no tengo ya nada que decir. Y también es la única recompensa de mi trabajo: sentir que lo que he escrito es como un lomo de gato bajo la caricia, con chispas y un arquearse cadencioso. Así por la escritura bajo el volcán, me acerco a las Madres, me conecto con el Centro -sea lo que sea. Escribir es dibujar mi mandala y a la vez recorrerlo, inventar la purificación purificándose; tarea de pobre shamán blanco con calzoncillos de nylon."

Julio Cortázar, en el Capítulo 82 de Rayuela (1963)


"Cuando pensé en este libro (Rayuela), estaba obsesionado con la idea del mandala, en parte porque había estado leyendo muchas obras de antropología y de religión tibetana. Además había visitado la India donde pude ver cantidad de mandalas indios y japoneses.". En su viaje a oriente, Cortázar se había puesto en contacto con "esos laberintos místicos consistentes en un cuadro o dibujo dividido en sectores, compartimentos o casillas, como la rayuela, en el que se concentra la atención y gracias al cual se facilita el cumplimiento de una serie de etapas espirituales. Es como la fijación gráfica de un proceso espiritual", dijo.




BACKGROUND, por Julio Cortázar 
En Salvo el crepúsculo (1984)

Tierra de atrás, literalmente.
Todo vino siempre de la noche, background inescapable, madre de mis criaturas diurnas. Mi solo psicoanálisis posible debería cumplirse en la oscuridad, entre las dos y las cuatro de la madrugada- hora impensable para los especialistas. Pero yo sí, yo puedo hacerlo a mediodía y exorcisar a pleno sol los íncubos, de la única manera eficaz: diciéndolos.
Curioso que para decir los íncubos haya tenido que acallarlos a la hora en que vienen al teatro del insomnio. Otras leyes rigen la inmensa casa de aire negro, las fiestas de larvas y empusas, los cómplices de una memoria acorralada por la luz y los reclamos del día y que sólo vuelca sus terciopelos manchados de moho en el escenario de la duermevela. Pasivo, espectador atado a su butaca de sábanas y almohadas, incapaz de toda voluntad de rechazo o asimilación, de palabra fijadora. Pero después será el día, cámara clara. Después podemos revelar y fijar. No ya lo mismo, pero la fotografía de la escritura es como la fotografía de las cosas: siempre algo diferente para así, a veces, ser lo mismo.
Presencia, ocurrencia de mi mandala en las altas noches desnudas, las noches desolladas, allí donde otras veces conté corderitos o recorrí escaleras de cifras, de múltiplos y décadas y palíndromas y acrósticos, huésped involuntario de las noches que se niegan a estar solas. Manos de inevitable rumbo me han hecho entrar en torbellinos de tiempo, de caras, en el baile de muertos y vivos confundiéndose en una misma fiebre fría mientras lacayos invisibles dan paso a nuévas máscaras y guardan las puertas contra el sueño, contra el único enemigo eficaz de la noche triunfante.
Luché, claro, nadie se entrega así sin apelar a las armas del olvido, a estúpidos corderos saltando una valla, a números de cuatro cifras que disminuirán de siete en siete hasta llegar a cero o recomenzarán si la cuenta no es justa. Quizá vencí alguna vez o la noche fue magnánima; casi siempre tuve que abrir los ojos a la ceniza de un amanecer, buscar una bata fría y ver llegar la fatiga anterior a todo esfuerzo, el sabor a pizarra de un día interminable. No sé vivir sin cansancio, sin dormir; no sé por qué la noche odia mi sueño y lo combate, murciélagos afrontados sobre mi cuerpo desnudo. He inventado cientos de recursos mnemotécnicos, las farmacias me conocen demasiado y también el Chivas Regal. Tal vez no merecía mi mandala, tal vez por eso tardó en llegar. No lo busqué jamás, cómo buscar otro vacío en el vacío; no fue parte de mis lúgubres juegos de defensa, vino como vienen los pájaros a una ventana, una noche estuvo ahí y hubo una pausa irónica, un decirme que entre dos figuras de exhumación o nostalgia se interponía una amable construcción geométrica, otro recuerdo por una vez inofensivo, diagrama regresando de viejas lecturas místicas, de grimorios medievales, de un tantrismo de aficionado, de alguna alfombra iniciática vista en los mercados de Jaipur o de Benarés. Cuántas veces rostros limados por el tiempo o habitaciones de una breve felicidad de infancia se habían dado por un instante, reconstruidos en el escenario fosforescente de los ojos cerrados, para ceder paso a cualquier construcción geométrica nacida de esas luces inciertas que giran su verde o su púrpura antes de ceder paso a una nueva invención de esa nada siempre más tangible que la vaga penumbra en la ventana. No lo rechacé pero rechazaba tantas caras, tantos cuerpos que me devolvían a la rememoración o a la culpa, a veces a la dicha todavía más penosa en su imposibilidad. Lo dejé entrar, en la caja morada de mis ojos cerrados lo vi muy cerca, inmóvil en su forma definida, no lo reconocí como reconocía tantas formas del recuerdo, tantos recuerdos de formas, no hice nada por alejarlo con un brusco aletazo de los párpados, un giro en la cama buscando una región más fresca de la almohada. Lo dejé entrar aunque hubiera podido destruirlo, lo miré como no miraba las otras criaturas de la noche, le di acaso una sustancia primera, una urdimbre diferente o creí darle lo que ya tenía; algo indecible lo tendió ante mí como una fábrica diferente, un hijo de mi enemiga y a la vez mío, un telón musgoso entre las fiestas sepulcrales y su recurrente testigo.
Desde esa noche mi mandala acude a mi llamado apenas se encienden las primeras luces de la farándula, y aunque el sueño no venga con él y su presencia dure un tiempo que no sabría medir, detrás queda la noche desnuda y rabiosa mordiendo en esa tela invulnerable, luchando por rasgarla y poner de este lado los primeros visitantes, las previsibles y por eso más horribles secuencias de la dicha muerta, de un árbol en flor en el atardecer de un verano argentino, de la sonrisa de una mujer que vive una vida ya para siempre vedada a mi ternura, de un muerto que jugó conmigo sus últimos juegos de cartas sobre una sábana de hospital.
Mi mandala es eso, un simplísimo mandala que nace acaso de una combinación imaginaria de elementos, tiene la forma ovalada del recinto de mis ojos cerrados, lo cubre sin dejar espacios, en un primer plano vertical que reposa mi visión. Ni siquiera su fondo se distingue del color entre morado y púrpura que fue siempre el color del insomnio, el teatro de los desentierros y las autopsias de la memoria; se lo diría de un terciopelo mate en el que se inscriben dos triángulos entrecruzados como en tanto pentáculo de hechicería. En el rombo que define la oposición de sus líneas anaranjadas hay un ojo que me mira sin mirarme, nunca he tenido que devolverle la mirada aunque su pupila esté clavada en mí; un ojo como el Udyat de los egipcios, el iris intensamente verde y la pupila blanca como yeso, sin pestañas ni párpados, perfectamente plano, trazado sobre la tela viva por un pincel que no pretende la imitación de un ojo. Puedo distraerme, mirar hacia la ventana o buscar el vaso de agua en la penumbra; puedo alejar a mi mandala con una simple flexión de la voluntad, o convocar una imagen elegida por mí contra la voluntad de la noche; me bastará la primera señal del contraataque, el deslizamiento de lo elegido hacia lo impuesto para que mi mandala vuelva a tenderse entre el asedio de la noche y mi recinto invulnerable. Nos quedaremos así, seremos eso, y el sueño llegará desde su puerta invisible, borrándonos en ese instante que nadie ha podido nunca conocer.
Es entonces cuando empezará la verdadera sumersión, la que acato por la sé de veras mía y no el turbio producto de la fatiga diurna y del eyo. Mi mandala separa la servidumbre de la revelación, la duermevela revanchista de los mensajes raigales. La noche onírica es mi verdadera noche; como en el insomnio, nada puedo hacer para impedir ese flujo que invade y somete, pero los sueños sueños son, sin que la conciencia pueda escogerlos, mientras que la parafernalia del insomnio juega turbiamente con las culpabilidades de la vigilia, las propone en una interminable ceremonia masoquista. Mi mandala separa las torpezas del insomnio del puro territorio que tiende sus puentes de contacto; y si lo llamo mandala es por eso, porque toda entrega a un mandala abre paso a una totalidad sin mediaciones, nos entrega a nosotros mismos, nos devuelve a lo que no alcanzamos a ser antes o después. Sé que los sueños pueden traerme el horror como la delicia, llevarme al descubrimiento o extraviarme en un laberinto sin término; pero también sé que soy lo que sueño y que sueño lo que soy. Despierto, sólo me conozco a medias, y el insomnio juega turbiamente con ese conocomiento envuelto en ilusiones; mi mandala me ayuda a caer en mí mismo, a colgar la consciencia ahí donde colgué mi ropa al acostarme.
Si hablo de eso es porque al despertar arrastro conmigo jirones de sueños pidiendo escritura, y porque desde siempre he sabido que esa escritura- poemas, cuentos, novelas- era la sola fijación que me ha sido dada para no disolverme en ése que bebe su café matinal y sale a la calle para empezar un nuevo día. Nada tengo en contra de mi vida diurna, pero no es por ella que escribo. Desde muy temprano pasé de la escritura a la vida, del sueño a la vigilia. La vida aprovisiona los sueños pero los sueños devuelven la moneda profunda de la vida. En todo caso así es como siempre busqué o acepté hacer frente a mi trabajo diurno de escritura, de fijación que es también reconstitución. Así ha ido naciendo todo esto.



Tha Beatles : 4 personas 1 banda 8 años 13 discazos


Please Please Me (1963)
With The Beatles (1963)
A Hard day´s night (1964)
Beatles for sale (1964)
Help! (1965)
Rubber Soul (1965)
Revolver (1966)
Sgt. Pepper´s Lonely Hearts Club Band (1967)
Magical Mystery Tour (1967)
The Beatles (White Album) (1968)
Yellow Submarine (1969)
Abbey Road (1969)
Let it Be (1970)